La buena publicidad no tiene por qué ser cara. De hecho es bastante más barata que la mala publicidad. El problema es que, para algunos, los conceptos “caro” o “barato” son difusos y ambiguos en estos tiempos.
Acabo de recibir la llamada de un posible cliente. Me llama de parte de… o es amigo de un amigo. Me habla de su empresa, de lo mal que está el patio, de lo que cuesta vender hoy en día y del problema que supone la entrada de las empresas y productos orientales en su mercado. Se queja de la competencia desleal y de lo poco que la gente valora hoy la calidad.
Le escucho con atención y asiento a sus afirmaciones compartiendo al cien por cien algunos aspectos de su exposición. Tras unos cuantos minutos entra en materia. Me explica que necesita competir en un mercado muy duro y necesita destacar entre su competencia exhibiendo un look potente y diferencial. Alejándose, sobre todo, de las marcas baratas y transmitiendo una imagen de indudable calidad. Me explica brevemente en qué consiste el encargo y le contesto que lo mejor sería programar una reunión formal. Conocernos en persona, conocer su empresa, profundizar en su problemática y necesidades a fin de tener datos claros y exactos de cómo afrontar el trabajo.
–Si, sí– dice –Pero antes me gustaría saber “de qué estamos hablando”– en clara alusión a la cuestión económica. Yo le contesto que de eso se trata y que, por ese motivo, planteo una reunión; para saber precisamente “de qué estamos hablando”, en mi caso, referido al volumen y los detalles del encargo.
Necesito mesurar la profundidad y complejidad del trabajo antes de saber cuánto puede costar su realización. Él insiste: –Pero… ¿por dónde va la cosa? Porque si la horquilla de precio está muy alejada de mi presupuesto, ya no hace falta que nos veamos…–
Sigo reticente a adelantar precios por teléfono, pero el posible cliente insiste. Es precisamente esa insistencia la que empieza a hacerme sospechar que, tal vez, mi interlocutor pueda no ser un buen cliente para mi. Alguien que sólo va a decidir por precio, sin conocer quién hace la propuesta, cómo va a llevarla a cabo y qué experiencia avalará el presupuesto, no parece muy serio o, como poco, evidencia que desconoce por completo nuestro mercado y sus variables y acude a él como el que va a comprar tornillos a la ferretería.
A regañadientes accede a una entrevista ante mi negativa a adelantarle precios. Quedamos tal día a tal hora y, antes de colgar el teléfono, me insiste en la calidad de su producto y en la importancia de crear una imagen premium de su marca, etc.
Mientras anoto la cita en mi agenda, pienso en el alto concepto que, generalmente, los clientes tienen de su producto y de la calidad que ofrecen, y en lo poco que están dispuestos a pagar por la calidad de los productos ajenos.
Por fortuna no todas las empresas lo ven y lo entienden así, pero… ¿Qué levante la mano quien no haya tenido una conversación telefónica parecida a esta? Aquí lo dejo, me voy al bazar chino a comprar folios para la impresora antes de que cierren.